Una serie de explosiones sacudió la casa. Pasado el primer momento de estupor, corrimos a fuera a ver qué pasaba. La droguería-perfumería contigua a la casa de mi hermana estaba en llamas. Todos los sprays y los productos inflamables estallaban como cadenas de petardos, de esos que nunca faltan los días de fiesta en el Levante español. Los mirones ya se habían concentrado en la acera de en frente. Similar a un coro de zarzuela, a cada detonación, clamaban "0h" al unísono.
Primero, naturalmente, hubo que llamar a los bomberos, cuyo cuartel se encontraba a 7 km del pueblo. Nuestras cuatro hijas, de las cuales un bebé de nueve meses, estaban ya en pijama. Hubo que salir rápidamente, pensar en coger abrigos, una manta para el bebé, nuestros bolsos con los papeles ; en fin, no perder los estribos. Una vez fuera, fue mi hermana quien preguntó a la vecina si todos habían podido salir del local a tiempo. ¡ Dios mío, Ana ! grito la mujer. Ana, 14 años, siempre feliz de poder ayudar a su prima en la tienda a pesar de su síndrome de Down, se había refugiado en el patio. Ese patio de una decena de metros cuadrados estaba formado por tres edificios de dos plantas cada uno, sin otro acceso que la puerta trasera de la droguería. Imposible llegar hasta la chica. Todo se quemaba.
Ningún bombero a la vista. Mientras tanto, la policía había llegado. "Podemos intentarlo desde mi terraza" les dijo mi hermana. Subió, pues, con ellos a la planta superior. "Si los hubieras visto, me contó más tarde, daban vueltas, luego se quedaban boquiabiertos, incapaces de hacer algo.". Ella mojó una gran toalla, pensando arrojarla a la chica atrapada, quien aullaba de terror, para protegerla del calor. Entonces, milagro, se acordó de la barandilla de hierro forjado que esperaba su montaje desde largo tiempo, objeto de reprimenda hacia su marido. Propuso a los policías usarla como escalera. Ninguna reacción. Ah bueno, voy yo, decidió ella. Mi querida hermana, tan menuda ella en aquella época, bajó al patio lleno de humo, y, con el peso de Ana y de la toalla mojada sobre la espalda, con una fuerza hercúlea trepó las barras de la barandilla mientras los policías sujetaban esa escalera improvisada contra el muro.
Ningún bombero a la vista. El policía jefe berreaba en su talky-walky : "Pero ¿dónde están los bomberos ?". Yo, por mi parte, ya le había propinado una bofetada terapéutica a mi sobrina mayor, pobrecita mía, quien se había vuelto histérica llamando a su madre " Mamá, mamá, sal, sal".
Llegaron los bomberos, sí, al cabo de una hora. Pidieron permiso para utilizar un punto de agua de la planta superior. Cuando todo acabó, nos prohibieron entrar en la casa hasta el día siguiente. Había peligro a causa del humo, y la pared dilatada por el calor habría podido desmoronarse. Dos familias del vecindario nos acogieron para la noche. Hoy todavía, les estoy agradecida.
Al día siguiente, encontramos la casa inundada. Los bomberos habían dejado el grifo abierto.
No diré nada más. Bueno, quizás un pequeño detalle : supimos más tarde que en el momento en que recibieron nuestra llamada, los bomberos estaban jugando a las cartas.